domingo, 9 de noviembre de 2025

Matar a Darwin

Darwin killed God, are we killing Darwin?

Advertencia: Este texto no busca provocar, ni tiene fines políticos o religiosos. Es una reflexión abierta sobre una idea inquietante, centrada en cómo la sociedad moderna puede estar alterando los mecanismos naturales de la evolución.

¿Está la sociedad actuando contra la evolución? Antes de responder, conviene repasar brevemente qué entendemos por evolución.

La evolución es una teoría compleja y relativamente moderna, opuesta al creacionismo, y sobre la que aún no hay un consenso total. Incluso Darwin —quien no refutó directamente a Lamarck, sino que propuso una explicación alternativa basada en la selección natural— dudaba de sus propias conclusiones, aunque hoy sea su figura la más reconocida. Para comprenderla de forma completa conviene revisar tres enfoques fundamentales: Lamarck, Darwin y Mendel. Sus ideas pueden parecer contradictorias, pero en su conjunto forman un todo coherente.

Comencemos con Lamarck, quien a comienzos del siglo XIX propuso que los organismos podían adaptar su cuerpo a las necesidades del entorno y transmitir esas adaptaciones a su descendencia. El ejemplo clásico es la jirafa: según Lamarck, habría alargado su cuello poco a poco para alcanzar hojas más altas, y ese cambio se heredaría. Aunque más tarde se demostró que esta teoría no era correcta, su planteamiento rompió con la idea de que las especies eran inmutables y abrió el camino a pensar la vida como un proceso en constante transformación.

Darwin, ya a mediados del siglo XIX, dio un paso más allá. Observó que las diferencias entre individuos eran aleatorias, pero algunas ofrecían ventajas para sobrevivir y reproducirse. De ahí nació su teoría de la selección natural: los individuos cuyas características les permiten adaptarse mejor son los que sobreviven y transmiten esas características a su descendencia. Dicho de otra forma, no sobrevive el más fuerte, sino el más apto. Y la naturaleza, en su crudeza, selecciona sin compasión.

Un poco después, Gregor Mendel —un abad austriaco que experimentó con guisantes, observando cómo el color, la forma y otras características se combinaban en generaciones sucesivas— descubrió las leyes básicas de la herencia. Sin conocer la existencia del ADN, dedujo que los rasgos se transmiten mediante unidades discretas (que hoy llamamos genes), algunas dominantes y otras recesivas. Su trabajo, olvidado durante décadas, sería redescubierto a comienzos del siglo XX y se convertiría en la base de la genética moderna.

Finalmente, en la llamada “síntesis moderna” (décadas de 1930-1940), las ideas de Darwin y Mendel se unificaron. Se comprendió que la evolución ocurre por acumulación de mutaciones genéticas —errores naturales en la replicación del ADN o cambios provocados por el entorno— y por selección de aquellos individuos mejor adaptados a su medio. La variabilidad, fruto del azar, y la selección, fruto del entorno, son las dos caras del mismo proceso.

Conviene aclarar aquí que el texto no defiende la eugenesia. Esta se basa en la intervención humana para suprimir lo que se considera genéticamente indeseable. La selección natural, en cambio, carece de intención o juicio moral: la naturaleza no discrimina, simplemente sucede.

Planteemos ahora un escenario hipotético: una sociedad perfecta, donde todos los individuos —sin excepción— vivan cómodamente, con salud, recursos y educación. En un mundo así, ¿seguiría existiendo la selección natural? ¿Podría la humanidad enfrentarse a un callejón sin salida en su evolución?

Parece lógico pensar que si todos sobreviven, incluso aquellos con desventajas físicas o cognitivas, la selección natural pierde parte de su función. Sin embargo, más que desaparecer, se transforma. La lucha por la supervivencia se traslada del terreno biológico al cultural, manifestándose en nuestra capacidad para adaptarnos a entornos cada vez más complejos —tecnológicos, sociales o simbólicos—. Ya no somos seleccionados por nuestros genes, sino por nuestra capacidad para integrarnos en estas nuevas dinámicas sociales y cognitivas.

Al mismo tiempo, este nuevo escenario plantea una paradoja. En muchas sociedades modernas, los niveles de educación y recursos tienden a correlacionarse con menores tasas de natalidad, mientras que en contextos más precarios la descendencia suele ser mayor. Esta inversión pone en cuestión el principio clásico de que “el más apto deja más descendencia”, recordando que la aptitud no depende solo de la capacidad individual, sino también del contexto y las oportunidades —incluidos los recursos iniciales—. Aun así, en muchos casos, quienes tienen menos hijos pueden dejar una huella más profunda en la cultura: influyen a través del conocimiento, la educación y la tecnología. Es decir, transmiten menos genes, pero más ideas.

Así, aunque la evolución biológica pueda ralentizarse, la evolución cultural se acelera. La humanidad puede estar abandonando el camino de la selección natural para entrar en una nueva etapa, donde las ideas evolucionan más rápido que el ADN. Quizás ya no estemos evolucionando como organismos, sino como sociedades. Tal vez el futuro no dependa de mutaciones o herencias biológicas, sino de la forma en que transmitimos conocimiento, valores o tecnología. Y, si es así, quizá nuestra próxima transformación no sea física, sino intelectual o incluso simbólica. El desenlace permanece abierto: ¿seguimos evolucionando o estamos, por primera vez, comprendiendo que el proceso está en nuestras manos?

Miedo

Qué es el miedo? Por qué nos influye tanto? ¿Es el miedo quien gobierna, en última instancia, nuestras conductas?

Platón, en su mito de la caverna, quizá no hablaba del miedo directamente, pero lo retrató mejor que nadie. Los prisioneros no temen a la oscuridad, sino a la luz. Temen al conocimiento, a la libertad, a descubrir que el mundo que conocen es una ilusión. Y nosotros no somos tan distintos: preferimos las sombras familiares a la claridad que nos obliga a cambiar.

Un siglo después, Aristóteles abordó el mismo fenómeno desde otra mirada. Donde Platón veía el miedo como una reacción ante la verdad, Aristóteles lo entendía como una creación de la mente: “una aflicción de la imaginación”. El discípulo desmontaba el mito, bajando la idea del miedo desde la alegoría hasta la psicología. El miedo dejaba de ser una sombra externa para convertirse en algo que proyectamos desde dentro.

Más de dos mil años después, Sartre retomó el hilo desde otro vértice. El miedo ya no nacía de la oscuridad ni de la imaginación, sino de la libertad misma. El ser humano, decía, está “condenado a ser libre”, y esa libertad abruma. Llamó angustia a esa conciencia de que somos los únicos responsables de nuestros actos. Así el círculo se cierra: en el fondo, los prisioneros de Platón no temían tanto a la luz como a la libertad que traía consigo. Salir de la caverna no era solo ver el mundo real, era aceptar la carga de decidir, de elegir el propio camino. Lo que cambia no es el miedo, sino el escenario. El resultado es el mismo: la libertad asusta más que la oscuridad.

A veces pienso que el miedo es una especie de motor, la chispa que empuja a moverse o a esconderse. El miedo a desaparecer, a perder lo que somos o lo que amamos, nos impulsa a crear, a construir, a dejar huella. Quizá toda civilización no sea más que un intento elaborado de aplazar la extinción. Cada avance, cada ley, cada historia sobre el sentido de la vida parece una respuesta adornada a la misma pulsión: el miedo a no perdurar. Pero no todos los miedos impulsan. Algunos paralizan, disfrazando la inacción de prudencia. Aprender a distinguir entre ambos —entre el miedo que protege y el que asfixia— es casi una forma de sabiduría práctica. Porque el miedo, cuando se escucha sin obedecerse, puede ser brújula; cuando se ignora o se niega, se convierte en amo.

Se dice que la valentía es la antítesis del miedo, pero no lo es del todo. La valentía reacciona, la voluntad en cambio permanece. La valentía es salto; la voluntad, dirección. Una se mide en segundos, la otra en trayectorias. Y, curiosamente, muchas veces la voluntad nace del propio miedo: del temor a no vivir con propósito, a no llegar a ser lo que intuimos que podríamos ser.

Y ahí reaparece la caverna. Platón no describía el miedo como producto de la ignorancia, sino como reacción al derrumbe de la certeza. Los prisioneros no temen lo que no saben, sino lo que pone en duda lo que creen saber. Ese miedo no se combate con conocimiento, sino con voluntad: con la decisión de mirar la luz aunque duela. Sartre llevó esa idea más lejos. Para él, el miedo no surge de la oscuridad, sino de la claridad total, de saber que ya no hay excusas ni sombras donde esconderse. Si en Platón tememos la verdad, en Sartre tememos la libertad que esa verdad conlleva. Entre ambos extremos se alza Aristóteles, recordando que el miedo no está fuera ni arriba, sino dentro. Ni enemigo ni aliado, sino espejo.

He llegado a pensar que no es el entorno quien nos detiene, sino nosotros mismos. Llamamos obstáculos a lo que en realidad son excusas; levantamos muros para justificar el miedo que no queremos mirar de frente. El miedo rara vez tiene una causa externa: es una arquitectura interna, una forma que construimos para mantenernos dentro de lo conocido. Nos protege del cambio tanto como nos priva de él. Por eso, el miedo no solo nos limita, también nos define. Es el eco de nuestra necesidad de seguridad enfrentado a nuestro deseo de libertad. Y cuanto más consciente eres de ese conflicto, más entiendes que el miedo no se vence: se comprende.

No pretendo definirlo. Es una pregunta tan antigua como la humanidad, y sigue sin respuesta. Quizá porque no haya una sola. Tal vez el miedo sea prisión o impulso, reflejo o motor. O, simplemente, la manera que tiene la vida de recordarnos que aún nos importa seguir vivos.


La empresa enferma: cuando el capital sustituye al propósito

Estos días presenciamos una pugna constante: quienes defienden a las empresas y culpan a los impuestos, quienes defienden a los trabajadores y culpan a las empresas, e incluso quienes culpan a todos menos a sí mismos. Me irrita porque refleja una profunda falta de comprensión. Vivimos en un mundo donde la verdad se diluye entre verdades parciales, donde muchos parecen llevar anteojeras que les impiden percibir el conjunto. Lo paradójico es que esa verdad, esa información, hoy cabe en el bolsillo. El conocimiento es tan accesible que parece haber perdido valor. Ya no existe la curiosidad por indagar ni el esfuerzo por distinguir lo real de la ficción: cada uno busca su propia verdad, se regodea en ella y descarta cualquier otra. Esa complacencia intelectual —el sesgo de confirmación— nos empobrece como sociedad. El propósito de este texto es precisamente quitar esas anteojeras y proponer una mirada más amplia de nuestra realidad.

Empecemos por lo esencial: el significado de las cosas. Las empresas, tal como hoy las concebimos, son mucho más jóvenes que el propio término. Originalmente, una “empresa” era una tarea de gran magnitud, algo que excedía la capacidad de una sola persona: cazar un mamut, levantar Stonehenge o, muchos siglos después, poner un pie en la Luna. Con el tiempo, el concepto se redujo a su dimensión jurídica y económica, y se le asoció un rostro impersonal. De ahí nace su demonización: se olvida que detrás de cada empresa hay personas, cultura, decisiones humanas. Pero las empresas, en esencia, son lo que permite al ser humano alcanzar metas imposibles de lograr de manera individual. Son la herramienta mediante la cual la colaboración se traduce en progreso.

En nuestra sociedad capitalista solemos ver la empresa como una máquina: entra un “input”, sale un “output”, y si el resultado vale más que lo invertido, se considera un éxito. Esa es la mirada limitada del inversor. Propongo otra: pensemos en la empresa como en un organismo vivo. El cuerpo humano, por ejemplo, está formado por unos 37 billones de células. Si cada célula representara a una persona, sería evidente que el organismo —la empresa— no puede funcionar sin ellas, ni ellas sin él. Cuando algunas células fallan, el cuerpo enferma; cuando el sistema cuida de sus células, el conjunto prospera. El organismo protege, nutre y equilibra. Algunas células, como las neuronas, reciben más recursos, pero lo hacen porque su función lo exige, no porque el resto carezca de valor.

Desde 1969, cuando el ser humano pisó la Luna, parece que hayamos entrado en una larga meseta de ambición colectiva. Aquella fue la culminación de una forma de entender la empresa: un desafío compartido que trascendía el beneficio inmediato, donde el propósito era el progreso humano en sí mismo. Pero apenas un año después, en 1970, el economista Milton Friedman proclamó que la única responsabilidad social de una empresa era incrementar sus beneficios. Esa idea —nacida en los años del optimismo postlunar— cambió para siempre la naturaleza del propósito empresarial. La empresa dejó de ser una misión colectiva y pasó a concebirse como un vehículo de rentabilidad.

La empresa moderna se ha reducido, en muchos casos, a la maximización del beneficio de sus accionistas, olvidando su naturaleza original: ser una herramienta colectiva para materializar lo imposible. Cuando el beneficio a corto plazo sustituye al propósito común, el organismo enferma. La cultura empresarial actual tiende a medir la vida de una organización por su rentabilidad trimestral, no por su contribución al bienestar social ni por su impacto humano o ambiental.

No se trata de idealizar el pasado —toda época tiene sus sombras—, sino de reconocer que la pérdida de propósito erosiona el sentido mismo de la empresa. Una empresa sin propósito se convierte en una maquinaria de extracción, no en un organismo vivo. El capital debería ser el torrente sanguíneo que la mantiene en marcha, no el motivo de su existencia.

Recuperar el espíritu de empresa como misión compartida, como acto de cooperación humana, es quizá la tarea más urgente de nuestro tiempo. La innovación, la sostenibilidad, incluso la supervivencia de nuestra especie, dependen de ello.