Estos días presenciamos una pugna constante: quienes defienden a las empresas y culpan a los impuestos, quienes defienden a los trabajadores y culpan a las empresas, e incluso quienes culpan a todos menos a sí mismos. Me irrita porque refleja una profunda falta de comprensión. Vivimos en un mundo donde la verdad se diluye entre verdades parciales, donde muchos parecen llevar anteojeras que les impiden percibir el conjunto. Lo paradójico es que esa verdad, esa información, hoy cabe en el bolsillo. El conocimiento es tan accesible que parece haber perdido valor. Ya no existe la curiosidad por indagar ni el esfuerzo por distinguir lo real de la ficción: cada uno busca su propia verdad, se regodea en ella y descarta cualquier otra. Esa complacencia intelectual —el sesgo de confirmación— nos empobrece como sociedad. El propósito de este texto es precisamente quitar esas anteojeras y proponer una mirada más amplia de nuestra realidad.
Empecemos por lo esencial: el significado de las cosas. Las empresas, tal como hoy las concebimos, son mucho más jóvenes que el propio término. Originalmente, una “empresa” era una tarea de gran magnitud, algo que excedía la capacidad de una sola persona: cazar un mamut, levantar Stonehenge o, muchos siglos después, poner un pie en la Luna. Con el tiempo, el concepto se redujo a su dimensión jurídica y económica, y se le asoció un rostro impersonal. De ahí nace su demonización: se olvida que detrás de cada empresa hay personas, cultura, decisiones humanas. Pero las empresas, en esencia, son lo que permite al ser humano alcanzar metas imposibles de lograr de manera individual. Son la herramienta mediante la cual la colaboración se traduce en progreso.
En nuestra sociedad capitalista solemos ver la empresa como una máquina: entra un “input”, sale un “output”, y si el resultado vale más que lo invertido, se considera un éxito. Esa es la mirada limitada del inversor. Propongo otra: pensemos en la empresa como en un organismo vivo. El cuerpo humano, por ejemplo, está formado por unos 37 billones de células. Si cada célula representara a una persona, sería evidente que el organismo —la empresa— no puede funcionar sin ellas, ni ellas sin él. Cuando algunas células fallan, el cuerpo enferma; cuando el sistema cuida de sus células, el conjunto prospera. El organismo protege, nutre y equilibra. Algunas células, como las neuronas, reciben más recursos, pero lo hacen porque su función lo exige, no porque el resto carezca de valor.
Desde 1969, cuando el ser humano pisó la Luna, parece que hayamos entrado en una larga meseta de ambición colectiva. Aquella fue la culminación de una forma de entender la empresa: un desafío compartido que trascendía el beneficio inmediato, donde el propósito era el progreso humano en sí mismo. Pero apenas un año después, en 1970, el economista Milton Friedman proclamó que la única responsabilidad social de una empresa era incrementar sus beneficios. Esa idea —nacida en los años del optimismo postlunar— cambió para siempre la naturaleza del propósito empresarial. La empresa dejó de ser una misión colectiva y pasó a concebirse como un vehículo de rentabilidad.
La empresa moderna se ha reducido, en muchos casos, a la maximización del beneficio de sus accionistas, olvidando su naturaleza original: ser una herramienta colectiva para materializar lo imposible. Cuando el beneficio a corto plazo sustituye al propósito común, el organismo enferma. La cultura empresarial actual tiende a medir la vida de una organización por su rentabilidad trimestral, no por su contribución al bienestar social ni por su impacto humano o ambiental.
No se trata de idealizar el pasado —toda época tiene sus sombras—, sino de reconocer que la pérdida de propósito erosiona el sentido mismo de la empresa. Una empresa sin propósito se convierte en una maquinaria de extracción, no en un organismo vivo. El capital debería ser el torrente sanguíneo que la mantiene en marcha, no el motivo de su existencia.
Recuperar el espíritu de empresa como misión compartida, como acto de cooperación humana, es quizá la tarea más urgente de nuestro tiempo. La innovación, la sostenibilidad, incluso la supervivencia de nuestra especie, dependen de ello.

No hay comentarios:
Publicar un comentario